
Practico el montañismo desde los 13 años y actualmente cuento con 21. Aunque lo he abandonado momentáneamente debido a otros proyectos, es una actividad que me ha dejado un sinfín de enseñanzas de vida.
De entre todas estas, hay una en particular que quisiera compartir contigo, y ésta es la importancia de la disciplina.
Ya sé que hay mucha gente que tiembla ante la sola mención de la palabra, y considero que en muchas ocasiones esto se debe a un mal enfoque. La mayoría de las personas piensan en “disciplina” y acuden a su mente imágenes de uniformados recibiendo órdenes a gritos o de deportistas sudorosos entrenando todo el día.
¿En verdad es esto la disciplina? Podría serlo, pero definitivamente no es su única manifestación. En ambos casos podría resultar hasta cierto punto cómodo seguir adelante porque siempre tendrás a alguien dándote órdenes y no es necesario que tengas ni una pizca de iniciativa.
Hoy quiero hablarles más bien de una condición que, en lo personal, me ha ayudado a alcanzar muchas satisfacciones y es la autodisciplina. Alex Dey define la autodisciplina como: “Hacer lo que tengas que hacer, cuando lo tengas que hacer, tengas ganas o no”
¿Pero que pasa si no solamente eres disciplinado, sino que buscas dar un extra? ¿Qué pasa si aún dominando cierto nivel de autodisciplina, te atreves a dar aún más? ¿Qué ocurre si te decides a abandonar tu zona de confort, aún cuando ésta se hace cada vez mayor?
En 2006 estaba entrenando para mi primera expedición al extranjero. Corría el mes de abril y viajaríamos a finales de Julio a la Cordillera Blanca, en Perú. Cada fin de semana, mi compañera y yo, acudíamos al volcán Iztaccíhuatl a realizar diversas prácticas.
Un día, durante un ascenso en que ella iba al frente, cansada de ir a un ritmo más bajo del que acostumbraba se detuvo repentinamente. Volteó y vio mi cara de cansancio, por lo cuál me tomó la frecuencia cardiaca. Tras colocar sus dedos índice y medio en mi cuello, volteó a ver su cronometro y se mantuvo así medio minuto.
Su único diagnóstico fue: “Estás bien… Voy a acelerar.” Poco le importó mi cara de consternación; de hecho creo que ni siquiera la notó. Y como por cuestiones de seguridad, la distancia ideal entre dos personas en un glaciar es de dos metros, en vez de gastar mi energía en quejarme, decidí invertirla en seguirla a un paso al que tan sólo unos segundos antes me creía incapaz de alcanzar.
Llegando al punto más alto de dicho glaciar, entre los jadeos de ambos, me dijo mientras nos sentábamos: “Nunca vayas a un paso con el que te sientas cómodo”
Sediento y cansado, con los pulmones y el corazón batidos, comprenderás que mi ánimo no estaba como para recibir ese tipo de lecciones. Lo que quería era acabar con esto, dar media vuelta y regresar a la ciudad donde no tenía que pasar hambres, fríos ni cansancio; donde ella no iba a estar regulando mi desempeño, ni tratando de que no estuviera cómodo.
Como siempre, durante el descenso y mientras más me acercaba a la civilización, la perspectiva cambiaba. Así fue como me decidí a reflexionar la valiosísima lección que acababa de recibir y empecé a buscarle aplicación.
Me di cuenta de que desde que había empezado a entrenar había tenido que aplicar ese principio para progresar realmente. Al principio no trotaba más de 15 minutos y terminaba agotado. Gradualmente fui aumentando la velocidad y también el tiempo.
A veces sentía que no había ningún progreso porque terminaba exactamente igual de cansado que un año antes. Sin embargo, ahora era capaz de mantener un mejor ritmo de trote durante más de una hora. Mi cuerpo ahora era más fuerte, pero mi mente también había cambiado.
El mismo nivel de cansancio que antes me producían esos 15 minutos, ahora me lo producía más de una hora; pero eso en un principio me hacía desistir. Ahora, mi mente dominaba mi cuerpo y sabía que aunque estuviera cansado, era capaz de seguir adelante.
Comprendí que todo era parte de un proceso constante y que yo decidía donde terminaría; en que punto me quedaría en mi zona de confort. Además de que esto era aplicable a todos los ámbitos de la vida.
Por eso, posteriormente, cuando fui instructor de alta montaña siempre aconsejaba a quienes tomaban mis cursos: “Nunca vayas a un paso al que te sientas cómodo”, y aún actualmente como Networker, le recomiendo a la gente que busca grandes resultados: “Nunca vayas a un paso al que te sientas cómodo”.
¿Eres estudiante y deseas concluir tus estudios satisfactoriamente?, ¿Eres deportista y quieres ganar una competencia?, ¿Eres vendedor y buscas incrementar tus números?, ¿Eres jefe de familia y deseas darles lo mejor? Entonces: “Nunca vayas a un paso con el que te sientas cómodo”
Lalo
De entre todas estas, hay una en particular que quisiera compartir contigo, y ésta es la importancia de la disciplina.
Ya sé que hay mucha gente que tiembla ante la sola mención de la palabra, y considero que en muchas ocasiones esto se debe a un mal enfoque. La mayoría de las personas piensan en “disciplina” y acuden a su mente imágenes de uniformados recibiendo órdenes a gritos o de deportistas sudorosos entrenando todo el día.
¿En verdad es esto la disciplina? Podría serlo, pero definitivamente no es su única manifestación. En ambos casos podría resultar hasta cierto punto cómodo seguir adelante porque siempre tendrás a alguien dándote órdenes y no es necesario que tengas ni una pizca de iniciativa.
Hoy quiero hablarles más bien de una condición que, en lo personal, me ha ayudado a alcanzar muchas satisfacciones y es la autodisciplina. Alex Dey define la autodisciplina como: “Hacer lo que tengas que hacer, cuando lo tengas que hacer, tengas ganas o no”
¿Pero que pasa si no solamente eres disciplinado, sino que buscas dar un extra? ¿Qué pasa si aún dominando cierto nivel de autodisciplina, te atreves a dar aún más? ¿Qué ocurre si te decides a abandonar tu zona de confort, aún cuando ésta se hace cada vez mayor?
En 2006 estaba entrenando para mi primera expedición al extranjero. Corría el mes de abril y viajaríamos a finales de Julio a la Cordillera Blanca, en Perú. Cada fin de semana, mi compañera y yo, acudíamos al volcán Iztaccíhuatl a realizar diversas prácticas.
Un día, durante un ascenso en que ella iba al frente, cansada de ir a un ritmo más bajo del que acostumbraba se detuvo repentinamente. Volteó y vio mi cara de cansancio, por lo cuál me tomó la frecuencia cardiaca. Tras colocar sus dedos índice y medio en mi cuello, volteó a ver su cronometro y se mantuvo así medio minuto.
Su único diagnóstico fue: “Estás bien… Voy a acelerar.” Poco le importó mi cara de consternación; de hecho creo que ni siquiera la notó. Y como por cuestiones de seguridad, la distancia ideal entre dos personas en un glaciar es de dos metros, en vez de gastar mi energía en quejarme, decidí invertirla en seguirla a un paso al que tan sólo unos segundos antes me creía incapaz de alcanzar.
Llegando al punto más alto de dicho glaciar, entre los jadeos de ambos, me dijo mientras nos sentábamos: “Nunca vayas a un paso con el que te sientas cómodo”
Sediento y cansado, con los pulmones y el corazón batidos, comprenderás que mi ánimo no estaba como para recibir ese tipo de lecciones. Lo que quería era acabar con esto, dar media vuelta y regresar a la ciudad donde no tenía que pasar hambres, fríos ni cansancio; donde ella no iba a estar regulando mi desempeño, ni tratando de que no estuviera cómodo.
Como siempre, durante el descenso y mientras más me acercaba a la civilización, la perspectiva cambiaba. Así fue como me decidí a reflexionar la valiosísima lección que acababa de recibir y empecé a buscarle aplicación.
Me di cuenta de que desde que había empezado a entrenar había tenido que aplicar ese principio para progresar realmente. Al principio no trotaba más de 15 minutos y terminaba agotado. Gradualmente fui aumentando la velocidad y también el tiempo.
A veces sentía que no había ningún progreso porque terminaba exactamente igual de cansado que un año antes. Sin embargo, ahora era capaz de mantener un mejor ritmo de trote durante más de una hora. Mi cuerpo ahora era más fuerte, pero mi mente también había cambiado.
El mismo nivel de cansancio que antes me producían esos 15 minutos, ahora me lo producía más de una hora; pero eso en un principio me hacía desistir. Ahora, mi mente dominaba mi cuerpo y sabía que aunque estuviera cansado, era capaz de seguir adelante.
Comprendí que todo era parte de un proceso constante y que yo decidía donde terminaría; en que punto me quedaría en mi zona de confort. Además de que esto era aplicable a todos los ámbitos de la vida.
Por eso, posteriormente, cuando fui instructor de alta montaña siempre aconsejaba a quienes tomaban mis cursos: “Nunca vayas a un paso al que te sientas cómodo”, y aún actualmente como Networker, le recomiendo a la gente que busca grandes resultados: “Nunca vayas a un paso al que te sientas cómodo”.
¿Eres estudiante y deseas concluir tus estudios satisfactoriamente?, ¿Eres deportista y quieres ganar una competencia?, ¿Eres vendedor y buscas incrementar tus números?, ¿Eres jefe de familia y deseas darles lo mejor? Entonces: “Nunca vayas a un paso con el que te sientas cómodo”
Lalo
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